Es una ciudad llena de magia colonial y antiguos edificios de madera construidos con el sudor de historias y el dolor de manos de ébano. Sus calles de piedra y arena donde caminando se escuchan los pasos herrados y las ruedas chuecas de coches que reviven viejos tiempos que imaginamos y emociones que inventamos.
Se sigue escuchando el tradicional sonido
de las negras vendiendo sus bollos y dulces, o el panadero golpeando su pinza
al carrito que cualquier cartagenero reconoce; o los cruceros y barcos de carga
que dejan la ciudad diariamente dejando solo el recuerdo de las bocinas que a
pesar de la hora rejuvenece los sentimientos que esta ciudad te permite revivir
cada vez que la visitas. Cartagena es bella, pero solo, cuando no es temporada
de cachacos.
Con esa combinación de palabras para
describir a la ciudad colonial de Colombia que es perfecta en su estructura y
su turismo, todo esto queda atrás cuando llega alguna de las dos temporadas
altas, junio o diciembre. La ciudad pierde un poco su encanto. Todo se llena hasta
el punto de encontrar filas por doquier, y el tráfico no se mueve por horas;
pero igual sigue siendo una ciudad llena de encantos por descubrir, solo que no
se pueden descubrir en estos meses.
Un cartagenero común, se refiere a los
turistas de dos formas fundamentales: Cachacos y gringos. Los primeros son
todos aquellos que son blancos y están rojos por el sol, y se alcanza a ver la
marca de la manga sisa en el “bronceado”. Los segundos son los rubios, los
“ojiazules”, los que cargan una mochila gigante a sus espaldas; los que te
preguntan direcciones con acento extraño, sin importar de donde sean, esos son,
Gringos.
En junio además del calor casi
insoportable, se suman los miles de vendedores ofreciendo cocteles, masajes,
inflables y todo tipo de comidas; y en diciembre gracias a la naturaleza hay
brisa y el ambiente navideño te hace sentir mejor, pero los turistas siguen
ahí.
En la orilla de la playa no se puede entrar,
y si logras abrir un metro cuadrado para sentarte y acomodar tu toalla en el
suelo, los niños corriendo te llenan de arena, te mojan cuando salen del agua y
la tranquilidad no existe. Para un costeño ir a la playa puede ser un paseo
divertido, pero usualmente es un momento de relajación para tomar el sol, leer,
tomarse algo; pero obvio en esta época no se puede.
Eso es solo en las mañanas, el almuerzo
fuera de casa también es una odisea. Es una cuestión de paciencia. Buscar un
sitio bueno y que este vacío, es casi imposible.
Pero ahora vienen las noches, comienzo con
el tráfico. Este se vuelve aun mas agobiante en la noche, no se a que debe,
creo que con la oscuridad te sientes mas atrapado entre los carros que se
mueven cada 5 Misisipis, eso jugamos para que sea más ameno el viaje de
Bocagrande hasta el centro histórico. Y al llegar al centro, no se encuentran
restaurantes con mesas, a pesar de los cientos de restaurantes que hay.
Si al final logramos comer, llegamos a la
discoteca en Getsemaní y la fila le da la vuelta la cuadra. Por lo menos el
parqueadero es casi gratis, comparándolo con Bogotá que te cobran el segundo, allá
te cobran la noche.
Sin embargo, la ciudad es encantadora. Ir
en ese trancón y ver el mar, escuchar como rompen las olas en los espolones y
ver como salpica el agua en el andén, hasta moja el carro por la fuerza que
trae. Como puedes ver la cúpula de Santa Catalina entre los edificios del
centro histórico, rodeados por el corralito de piedra. A lo lejos se ven
también los enamorados en las ventanas de la muralla, viviendo su amor, que uno
se alcanza a sentir parte del romance por igual.
Los últimos años, puedes ver a los turistas
en bicicletas felices disfrutando las ciudad y su esplendor, algo que no tiene
comparación; llegar a tu ciudad y ver como miles de personas distintas cada año
pueden disfrutarla. Esto solo es intensamente turístico en aquellos meses, y el
resto del año es nuestra, para disfrutarla y vivirla como queramos. Cartagena
dos veces al año se le sube la marea, la marea de cachacos.
Guillo
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